por Manuel Rodríguez Ortega
publicado en el periódico El Hostosiano
agosto 2012
Todos los años, la región del Caribe está alerta ante la posible visita de ese indeseable dios taíno, a la vez implacable y poderoso, cuyo nombre causa terror: Huracán.
La temporada de huracanes, que se extiende de junio a noviembre, nos expone a la formación de fenómenos atmosféricos potencialmente peligrosos. Es deber de todos prepararnos con antelación cada vez que pronostican el azote de una tormenta, pero en Puerto Rico ha evolucionado cierta “cultura huracanada”. Ésta brota tan pronto Susan Soltero nos asusta con la imagen de esa “cosa grande y pelúa” que se asoma por el televisor.
Lo normal sería que ante tal amenaza corriéramos de inmediato al colmado o la ferretería, para apertrecharnos. No obstante, los boricuas somos especialistas en dejarlo todo para última hora y preferimos esperar a que soplen las primeras ráfagas. Ahí es que nos tiramos a la calle como locos a formar filas monumentales en tiendas como “Hom Dipo”, “Wolgrin” o "Cojco", para arrasar con todo. Paneles y tormenteras son necesarios pues hay que proteger las ventanas francesas de la casa. No pueden faltar las plantas eléctricas, porque no podemos pasar el huracán sin luz, televisión y mucho menos sin aire acondicionado. Nos gastamos un dineral en comodidad aunque los vecinos se molesten con el ruido y el humo.
Al llegar al supermercado vaciamos las góndolas de agua embotellada, comidas en lata y cerveza. Somos capaces de matar por una bolsa de hielo, porque no podemos vivir sin agua fría. El alcohol es esencial - aunque declaren ley seca - porque dicen que borrachos se pasa mejor la tormenta.
Una vez encerrados en nuestro cómodo refugio anticiclones, encendemos la radio, el televisor o la laptop con internet para ponernos al día con los avisos del "Weder Biuro". En las conferencias de prensa siempre sale el gobernador de turno vestido con una ridícula capa amarilla, como si fuera a tirarse a la calle a salvar vidas o apagar un fuego. Detrás del mandatario siempre hay una camarilla de soplapotes y robacámaras de las agencias del gobierno, con cara de pánico aunque se les pida llamar a la calma.
En nuestras casas todo el mundo es meteorólogo: los más viejos todavía se aferran a tradiciones como velar si la cosecha de aguacates presagia mal tiempo. Otros recurren al mapa que reparten en las farmacias para trazar la ruta, aunque no sepan dónde se marca la latitud 17.2 norte y longitud 62.8. Total, ¿para qué rayos nos sirve un mapita si el ojo del huracán que viene es más grande que Puerto Rico entero?
Los que presumen de optimistas no se cansan de rezongar que "no viene ná, que son exageraciones", mientras se beben la primera Medalla. Una vez se va la luz y comienza el horrible aullido del viento, si no tenemos planta eléctrica hay que buscar en qué entretenerse. Unos sacan del clóset los viejos juegos de mesa, otros se van a la cama o se ponen a rezar para que el huracán se vaya. Los que se aburren adentro se van al balcón y se divierten apostando qué se va a derrumbar primero, si la palma del patio de atrás o el techo de la terraza de enfrente.
Con ansias esperamos que se acaben las ventoleras para salir a curiosear y ver qué quedó en pie. La imprudencia boricua se impone, sin importarnos si estamos en medio del ojo a punto de que venga la virazón,. ¿Cuántos no han sido arrastrados por un golpe de agua o se han quedado varados en una calle inundada? Eso les pasa a los presentaos. La tentación es grande: tratar de cruzar el puente de la número 2 con el Jeep, en desafío a la corriente, o sacar el kayak para navegar por las aguas fangosas. Los más arriegados se tiran al mar a surfear para aprovechar la marea ciclónica y coger una buena ola, aunque el diablo se los lleve.
Muchos oportunistas quieren aprovecharse de la repartición de ayudas a los damnificados, y alegan que lo perdieron todo, cuando en realidad les pegaron manguera a los matresses y al televisor viejo. Así actúan para que FEMA se los restituya con otros más nuevos. ¡Que viva el listo del más...!
Sin duda alguna, la llegada de cada huracán es un evento social de múltiples dimensiones, en donde muchos sufren el desalojo y la pérdida de pertenencias, mientras otros simplemente se lo toman a relajo y representan el lado más pintoresco de nuestra "cultura huracanada".